
Volvió a tocar y de nuevo el sonido del timbre horadó las profundidades de la casa. Ahora comenzarían los carraspeos, los roces de pies, los "ya voy" y, finalmente, escucharía el chasquido de la cerradura, pero la llamada no provocó ninguna reacción en la vivienda. Seguramente su inquilina era alguna anciana solitaria, dueña de varios gateas, de maceteros con dalias y orquídeas, y tal vez de un perico; también podía ser habitada por algún excéntrico, enemigo de coloquios y visitas. Pero, entonces, ¿para qué el timbre?
El mutismo de la casa fue lo último que esperó Podía aceptar el mal tiempo, el trajín, las injurias, etcétera (en cierto modo, eso era parte del oficio), pero que hasta las casas lo desdeñaran era el colmo del la humillación. Eso estaba más allá del infortunio, de toda tolerancia, de la propia dignidad. El día no podía terminar de esa manera; en un silencio húmedo y escandalosamente neutro. Era preciso insistir hasta que alguien saliera a mar darlo a la perra que lo parió. O podía ser a la gallina o a la zorra; no importaba. Pero, por lo menos, eso sería un testimonio de vida, de gente: un instante de comunicación y compañía bajo la lluvia.
Por tercera vez pulsó el timbre, aunque virtualmente desinteresado de todo propósito comercial. Porque ya 1o importante no era vender, sino que abrieran; eso era 1o único que realmente importaba. No vender; no mostrar; no discutir. Todo eso era superfluo. Lo esencial era que abrieran, así fuese para gritarle: "No joda y váyase al carajo!", o cualquier cosa que lo rescatara de esa calle mojada, de esa tarde podrida y gris perdiéndose hacia arriba y detrás de las casas, en los desagües, en la boca y en los pasos de ese hombre que sostenía un gran paraguas negro; algo que, aunque fuese fugazmente, lo incorporase al verdadero mundo de los hombres. Eso era. Algo que lo aliviara de esa sensación de muerte que, a lo largo de años, había ido espesándose dentro de sí. Tocó, volvió a tocar, pero nada. Más bien, con cada timbrazo, sintió aumentar el silencio; casi lo sentía fluir por debajo de la puerta.
Pensó que lo mejor era prescindir del timbre y llamar directamente a la puerta. Sus puños golpearon, una y otra vez, contra la madera, mas todo siguió igual. Entonces un rencor oscuro comenzó a formarle una bola en el estómago. ¡ Ya verán si abren o no! Puso a un lado su maletín con muestras de cosméticos y detergentes. ¡ Abran infelices cabrones! ¡Abran, desgraciados! ¡Abran! Y continuó golpeando pateando hasta que los vecinos acudieron, alarmados, y lo sujetaron mientras llegaba la policía.
Luego declararon que, en verdad, les sorprendía mucho que el vendedor hubiera llamado a su propia puerta en esa forma. En años de vivir allí, jamás había observado una conducta tan desusada. Pero lo más sorprendente, agregaron era el hecho de que hubiese llamado, porque el vendedor era soltero y siempre habla vivido solo. Absolutamente solo.
Dimas Lidio Pitty: Estudió en la Universidad de Panamá y en Santiago de Chile, y residió en México, como exiliado político durante algunos años en la década del 70. Luego actuó de corresponsal en Panamá y Centroamérica de un diario mexicano.
Reconocido por la crítica como poeta egregio, premiado en 1979, ha sido, sin embargo, en la narrativa donde ha logrado sus mayores triunfos.
Fuente: Q-entos
El mutismo de la casa fue lo último que esperó Podía aceptar el mal tiempo, el trajín, las injurias, etcétera (en cierto modo, eso era parte del oficio), pero que hasta las casas lo desdeñaran era el colmo del la humillación. Eso estaba más allá del infortunio, de toda tolerancia, de la propia dignidad. El día no podía terminar de esa manera; en un silencio húmedo y escandalosamente neutro. Era preciso insistir hasta que alguien saliera a mar darlo a la perra que lo parió. O podía ser a la gallina o a la zorra; no importaba. Pero, por lo menos, eso sería un testimonio de vida, de gente: un instante de comunicación y compañía bajo la lluvia.
Por tercera vez pulsó el timbre, aunque virtualmente desinteresado de todo propósito comercial. Porque ya 1o importante no era vender, sino que abrieran; eso era 1o único que realmente importaba. No vender; no mostrar; no discutir. Todo eso era superfluo. Lo esencial era que abrieran, así fuese para gritarle: "No joda y váyase al carajo!", o cualquier cosa que lo rescatara de esa calle mojada, de esa tarde podrida y gris perdiéndose hacia arriba y detrás de las casas, en los desagües, en la boca y en los pasos de ese hombre que sostenía un gran paraguas negro; algo que, aunque fuese fugazmente, lo incorporase al verdadero mundo de los hombres. Eso era. Algo que lo aliviara de esa sensación de muerte que, a lo largo de años, había ido espesándose dentro de sí. Tocó, volvió a tocar, pero nada. Más bien, con cada timbrazo, sintió aumentar el silencio; casi lo sentía fluir por debajo de la puerta.
Pensó que lo mejor era prescindir del timbre y llamar directamente a la puerta. Sus puños golpearon, una y otra vez, contra la madera, mas todo siguió igual. Entonces un rencor oscuro comenzó a formarle una bola en el estómago. ¡ Ya verán si abren o no! Puso a un lado su maletín con muestras de cosméticos y detergentes. ¡ Abran infelices cabrones! ¡Abran, desgraciados! ¡Abran! Y continuó golpeando pateando hasta que los vecinos acudieron, alarmados, y lo sujetaron mientras llegaba la policía.
Luego declararon que, en verdad, les sorprendía mucho que el vendedor hubiera llamado a su propia puerta en esa forma. En años de vivir allí, jamás había observado una conducta tan desusada. Pero lo más sorprendente, agregaron era el hecho de que hubiese llamado, porque el vendedor era soltero y siempre habla vivido solo. Absolutamente solo.
Dimas Lidio Pitty: Estudió en la Universidad de Panamá y en Santiago de Chile, y residió en México, como exiliado político durante algunos años en la década del 70. Luego actuó de corresponsal en Panamá y Centroamérica de un diario mexicano.
Reconocido por la crítica como poeta egregio, premiado en 1979, ha sido, sin embargo, en la narrativa donde ha logrado sus mayores triunfos.
Fuente: Q-entos
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