La partida de Frank Gehry nos deja ante un horizonte urbano que él mismo se encargó de curvar y desafiar. Gehry no entendía la arquitectura como una simple respuesta funcional al refugio, sino como un acto de rebeldía contra la línea recta. Su obra nos enseñó que el hormigón, el vidrio y, sobre todo, el metal, podían tener movimiento, capturando la luz de una manera que hacía que toneladas de titanio parecieran flotar como velas al viento o telas arrugadas por una mano gigante.
Su obra cumbre, el Museo Guggenheim de Bilbao, es quizás el testimonio más potente de su genio. No solo redefinió la estética de los museos modernos, sino que demostró el poder de la arquitectura para transformar la economía y la identidad de una ciudad entera, fenómeno ahora conocido como el "efecto Bilbao". Al mirar esas formas metálicas y orgánicas, uno no ve un edificio inerte, sino una estructura que dialoga con el río y el cielo, recordándonos que la construcción humana puede ser tan impredecible y hermosa como la naturaleza misma.
Más allá del espectáculo visual, la arquitectura de Gehry, presente también en joyas como el Walt Disney Concert Hall en Los Ángeles, buscaba una conexión emocional profunda. A través del "deconstructivismo", rompió la simetría para evocar caos y orden simultáneamente, logrando espacios que invitan a la exploración y al asombro. Su legado no reside solo en las siluetas icónicas que dejó en el mundo, sino en la libertad que otorgó a las futuras generaciones de arquitectos para soñar fuera de los límites convencionales, demostrando que un edificio puede, literalmente, bailar.








