En el cine prima el prejuicio de entender la arquitectura como una
escenografía decorativa. Como una disposición de elementos, texturas y
colores que ambientan el espacio donde se desarrolla la trama narrativa.
Se la concibe como un fondo sobre el cual se despliegan las figuras,
una retaguardia subordinada al deambular de los intérpretes.
No
obstante, existen ciertos realizadores para quienes la arquitectura no
juega un rol subalterno sino que se asume como disparador protagónico
del relato. Convertida en una usina conceptual, en la herramienta
inescindible de su estrategia narrativa, la arquitectura pierde el
carácter ornamental para proyectarse como un territorio desde donde
edificar una poética. Este giro redunda en beneficio mutuo: dota al
lenguaje cinematográfico de un recurso que potencia la capacidad
sugestiva del film y restituye a la arquitectura sus atributos
expresivos, su aptitud para condensar ideas y emociones. Ya en sus
orígenes, el cine buscó tomarle el pulso a la ciudad con un registro
documental. En esta línea compuso una serie de “sinfonías urbanas”,
evocando la metáfora musical de Lewis Mumford: “mediante la
orquestación compleja del tiemp o y del espacio, mediante la división
social del trabajo, la vida de la ciudad adquiere el carácter de una
sinfonía”. Se trata de films menos interesados en identificar hitos
urbanos que en captar el nervio de la metrópoli.
Berlín, sinfonía de una gran ciudad
(1927), de Walter Ruttman se erige en canon del género. Narra un día
en una Berlín opulenta, suntuosa y algo fatua que anhelaba devenir faro
de la modernidad, reflejando el flujo de personas, vehículos y
mercancías como engranajes de una sociedad mecanizada que fenece cuando
las máquinas y las luces se apagan.
En línea similar, El Hombre de la Cámara
(1928), de Dziga Vertov, busca describir la jornada de un operador
soviético dedicado a filmar San Petersburgo, agitando con su montaje
vertiginoso –atravesado por el constructivismo y el futurismo– la
contraposición entre burguesía y proletariado. En A propósito de Niza
(1930), Jean Vigo también lanzará sus invectivas a la burguesía
hedonista que invade en el verano la ciudad veraniega. Y Joris Ivens en
su corto Lluvia
(1929) ofrecerá una poética mirada sobre la impronta melancólica de
Amsterdam en un día de lluvia. Aunque precursores de todos ellos fueron
Paul Strand y Charles Sheeler, quienes en Manhatta
(1921) apelaron a un montaje de planos abstractos, picadas y
contrapicadas que delataban las aspiraciones de una Manhattan geométrica
y vertical.
Desde la ciencia ficción, las vanguardias
blandieron su crítica contra las utopías urbanas del futurismo.
Descreídas del progreso, idearon films donde las profecías derivan en su
inverso: una ciudad distópica de matriz totalitaria.
Metrópolis
(1921), de Fritz Lang, epítome del género, funda su relato en una
dicotomía entre la megalópolis robotizada habitada por una elite y el
cavernoso submundo de operarios que la sostiene, casi como una
dialéctica entre dos tópicos: el rascacielo y la catacumba. El film
propiciará variantes aggiornadas, desde films de corte cyberpunk como Blade Runner (1982) de Ridley Scott a otros más sarcásticos, como Brazil
(1985) de Terry Gilliam. En ambos casos, el futuro deshumaniza la urbe
despojándola de valores emotivos; en uno, debido al desarrollo
cibernético; en el otro, a la maquinaria burocrática.
Tributario
de la posmodernidad, el film de Scott plasma bajo la pátina de una
llovizna gris, una ciudad ecléctica, de majestuosos edificios
abandonados, calles cosmopolitas, mercados atestados, ruinas, y basura
atravesada por columnas griegas, dragones chinos, pirámides egipcias y
anuncios de neón. El de Gillian indaga en la monumentalidad de los
espacios áulicos, la iteración de elementos derivados de la producción
en serie y el impacto de las perspectivas panópticas.
De
tono más intimista, Alphaville (1965) de Jean Luc Godard invoca una
ciudad homónima, carente de sensibilidad por el asedio de una frialdad
lógica y tecnológica. E Invasión
(1969) de Hugo Santiago (con guión de Borges y Bioy Casares) remite en
“Aquilea” a una Buenos Aires sitiada por oscuros invasores contra los
que se alza una resistencia abocada a salvaguardar una antigua ética.
Ambos
films, a diferencia de los anteriores, no procuran efectos sino
espacios y atmósferas que ocasionen una resonancia afectiva: uno imagina
una ciudad de interiores, nocturna, lacónica y lúgubre; el otro, una
ciudad gris, fantasmagórica, donde los pasos retumban en la soledad
inmensa del espacio.
Hay realizadores que profesan una
proverbial devoción por la ciudad. Toda la obra de Woody Allen puede
leerse como una declaración de amor a New York, pero en Manhattan
(1979) esa pasión se blanquea desde el afamado monólogo inicial,
preludiando el romance de un neurótico que oscila entre un circuito
decadente de vanidades intelectuales y un rostro beatífico que se ofrece
como promesa y salvación. Allen querrá homenajear también otros
distritos, como en Medianoche en París (2011) donde la ciudad luz
deviene objeto de veneración más por las capas de su pasado cultural que
por el presente de sus monumentos o en A Roma con amor (2012), donde
inserta su don para la comedia en una Roma plagada de estereotipos.
Otros
han hecho de la ciudad una recurrente obsesión. Wim Wenders, que se
cansó de reflejar la vibración de las ciudades – Alicia en las ciudades
(1974), Tokyo Ga (1985), Lisbon Story (1994), entre tantas– alcanzó su
cúspide en Las alas del deseo (1987) celebérrimo film en el que un ángel
sobrevuela el paisaje urbano de una Berlín de posguerra escindida por
el muro. Impulsado por el ardor de una mujer, sobreviene el deseo del
protagonista alado por devenir un ciudadano más y sentir las emociones
de los mortales que la habitan.
Esa fusión entre el
cuerpo femenino y el de la ciudad también es el tema de En la ciudad
blanca (1983) de Alain Tanner, donde el marinero suizo se enamora de
una mujer que cristaliza los atributos de una Lisboa que lo apasiona,
confundiéndose ambas en un mismo objeto de evocación erótica. Su inverso
podría ser Muerte en Venecia (1971) de Luchino Visconti, donde el efebo
puro y perfecto que obnubila al protagonista se erige como contraste de
una ciudad decadente asolada por la peste. Y un caso atípico, Happy
Together (1997) de Wong Kar Wai, que despliega la pasión homoerótica de
dos inmigrantes chinos por las entrañas de una Buenos Aires alejada de
las típicas postales turísticas.
Las encrucijadas
urbanas han sido fuente de sólidos núcleos dramáticos. El suspenso de La
ventana indiscreta (1954) de Alfred Hitchcock sería inconcebible sin
la percepción de los misterios que encierra un pulmón de manzana.
Análogo criterio muestran Mariano Cohn y Gastón Duprat en El hombre de
al lado (2009) para trazar, a partir de un muro medianero, una ácida
parábola en torno a la buena vecindad (y a la casa Curutchet de Le
Corbusier). En el inmueble como bastión de una dignidad se sostiene La estrategia del caracol
(1993) de Sergio Cabrera, articulada en derredor del clandestino
despiece y mudanza de una antigua casa por sus inquilinos con motivo del
desalojo. Y con un estilo rayano en la comedia negra, las intrigas de
los pintorescos vecinos de una propiedad horizontal son el meollo de La
comunidad (2000) de Alex de la Iglesia.
Los márgenes
urbanos se radicalizan en films que abrevan en el drama material y
existencial de las villas de emergencia. El espectro puede ir desde el
realismo, como ese violento retrato de la favela inserta en una guerra
de poder que refleja Ciudad de Dios (2002) de Fernando Meirelles o el autorretrato forjado “por manos villeras” como propone César González en Diagnóstico esperanza (2013), a miradas más estilizadas, como el candor onírico que alienta Milagro en Milán
(1951) de Vittorio de Sica o la intensidad poética con que Akira
Kurosawa reconstruye los barrios bajos de Tokio en Dodeskaden (1970).
Entre esos extremos conceptuales, y en la desolación de un suburbio
romano, se ubica ese fresco sórdido y grotesco que es Feos, sucios y
malos (1976) de Ettore Scola.
La estilización de espacios y líneas arquitectónicas tiene sus egregios precursores. Robert Wienne en El gabinete del doctor Caligari
(1920) fue de los primeros en distorsionar los decorados para que
proyectaran el estado mental de sus personajes, haciéndolos circular por
espacios retorcidos e inestables que, enfatizados por sombras y
contrastes, van creando una atmósfera inquietante. Orson Welles hace lo
propio en El proceso
(1962) exagerando angulaciones y alterando escalas para acentuar la
angustia del protagonista: cielorrasos opresivos, puertas enormes,
pasillos largos y monótonos, edificios laberínticos y otras astucias
ópticas buscan reproducir el clima asfixiante de la novela de Franz
Kafka.
Las deformidades de la arquitectura moderna atraen la mordaz mirada de Jacques Tati en un célebre dueto: Mi tío (1958) y Playtime
(1967). La primera plaga de gags una casa ultramoderna cuyo extremismo
causa la paradoja de tornarla inhabitable; la otra vuelca su ironía en
distintos arquetipos edilicios: un aeropuerto, un edificio de oficinas,
un predio de exposiciones, un edificio de apartamentos, entre otros.
En torno a los fantasmas o fenómenos paranormales que habitan una mansión el cine ha fatigado kilómetros de celuloide.
Los
otros (2001) de Alejandro Amenábar retoma la idea con acertada factura.
Pero una variante menos literal es el de la casa tomada por fuerzas de
orden emotivo. Andreas Kleinert la transita en Paisaje perdido (1992),
donde el retorno de un hombre a la casa de su infancia propicia la
reconstrucción de una identidad atravesada por el encierro y la opresión
de sus muros. Y en La casa del ángel
(1957) de Leopoldo Torre Nilsson, el fervor religioso con el que una
madre traumatiza a su hija se impregna la atmósfera del hogar hasta
devenir síntoma del drama psicológico que ahoga sus recuerdos. Esa
noción del espacio como activador del metabolismo evocativo tiene un
referente insoslayable: Alain Resnais. Baste citar Hace un año en
Marienbad (1961), donde la memoria del personaje queda abducida en los
pliegues y repliegues de un chateau barroco.
Alegoría de la vida conyugal, La mujer de arena
(1962) de Hiroshi Teshigara subvierte un paradigma hogareño: la casa
muta en una prisión que domestica el mapa emotivo del protagonista hasta
anestesiar sus intentos de escape. O la casa que adviene objeto
litúrgico: Andrei Tarkovski en El sacrificio
(1986) le confiere ese carácter cuando, ante la amenaza de un conflicto
nuclear en los álgidos momentos de la guerra fría (luego de Chernóbil),
la bella dacha es ofrendada en holocausto.
Indiferentes al realismo, hay films que buscan imponer un artificio verosímil.
Golpe
al corazón (1982) de Francis Coppolla, Q uerelle (1982) de Rainer
Fassbinder o Aniceto (2008) de Leonardo Favio son buenos ejemplos de
cómo una síntesis escenográfica puede delatar la simulación y, a la vez,
cautivar la credulidad. Pero acaso la experiencia extrema sea Dogville
(2003) de Lars von Trier, donde todo el espacio del pueblo consiste en
un plano dibujado en el suelo. Promover la reconstrucción virtual no es
sólo un recurso efectista: las transparencias de paredes, puertas y
ventanas revela secretos e hipocresías escondidas y dan cuenta de la
desprotección y vulnerabilidad del vecindario.
La
arquitectura en el cine puede también homologar una doctrina. En El
manantial (1948) de King Vidor, los avatares de un arquitecto por
imponer sus ideas de avanzada contra el mediocre revival
neo-historicista sirven para ilustrar una antítesis: individualismo
contra colectivismo. El héroe –alter ego de Frank Lloyd Wright– diseña
prodigiosos edificios inspirados en los postulados de la arquitectura
orgánica.
Otro arquitecto visionario, el francés Ettiene-Luis Boullée, provoca los desvelos del antihéroe de El vientre de un arquitecto
(1988) de Peter Greenaway, arrojándolo hacia una desventurada agonía
por entre los hitos urbanos de Roma. Desde los fastuosos edificios
imperiales a una arqueología de arcos, pilastras, cariátides, cornisas o
arquitrabes, el film no se priva de recursos para hace relucir la
atmósfera greco-romana del la ciudad. Sin embargo, que el elemento más
primario de la arquitectura sirva de fundamento dramático a una trama
sólo podía caber en la mente genial de Luis Buñuel: Simón del desierto
(1965) se sustenta apenas en un penitente parado sobre una columna. Nada
más, nada menos.
Autor: Arquitecto Gustavo Bernstein
Fuente: remitida por autor, publicada primeramente en arq.clarin.com
0 comentarios :
Publicar un comentario
-Su comentario aquí-
Gracias por participar.